AL VUELO/ Ronin

Por Pegaso​

Aterrizaba yo ayer en un conocido café localizado frente a la placita Niños Héroes, donde ya me esperaban mis buenos amigos Rosita Fresita, El Chato y Chavaquino para degustar unos opíparos platillos de los que prepara el siempre amable y dinámico Charly Valencia.​

Y analizando el tema de los 19 secuestrados de un camión de Transpaís, el pasado jueves, pronto la sabrosa plática decantó en la forma en que operan ahora los grupos delictivos.​

De cómo éstos han dejado a un lado algo que consideraban tan sagrado como era su código de honor, donde podían matarse entre ellos mismos, robarse, traicionarse y hasta sacarse la lengua, pero jamás, jamás, meterse con la familia, con sus mamacitas o con los niños.​

Ahora todo eso se acabó. Quien se interpone por delante, en esta guerra de bandas, recibe su ración de plomo, sin importar que sea una inocente viejecita o un bebé de brazos.​

Ahora, las mamás de los rivales son el primer blanco porque resulta ser su lado sensible.​

Comentaba yo que la historia siempre se repite. El bandido que se sale de control y provoca severos daños en la población civil.​

Se vivió en Sicilia, se vivió en Chicago, se vivió en Colombia y ahora se vive en México.​

Pero a mí me gusta comparar la situación violenta que padecemos hoy en día con lo que en alguna época se vivió en Japón.​

A Rosita Fresita no le cae muy bien porque tiene una mentalidad más pragmática y menos filosófica de la vida.​

De cualquier forma les conté de cómo los samuráis se convirtieron en ronin.​

Resulta que en el País del Sol Naciente, hace ya muchos siglos, había una casta de valientes personajes llamados samuráis. Estaban al servicio de los señores feudales y tenían un código muy estricto llamado bushido, que literalmente se traduce como «camino del guerrero».​

Quien violaba el código se convertía en ronin o renegado, y se dedicaba a asaltar, robar y asesinar para obtener un beneficio económico o como mercenario a sueldo.​

Nuestros modernos ronin, que antes respetaban a las mujeres, a las madrecitas, a los niños, a los ancianos y a la población civil en general, también han olvidado su código de honor.​

Nada que ver, por ejemplo, con Robin Hood, que quitaba al rico para dar al pobre. ​

A propósito, en cierta ocasión iba un lujoso carruaje por el bosque, cargado de joyas y objetos de oro, cuando le sale Robin Hood con sus valientes compañeros. «¡Alto!-les grita el justiciero. Soy Robin Hood. Les quito a los ricos para darle a los pobres». El carromato se detiene y desciende el rico mercader, ataviado con toda suerte de brillantes adornos y ricas vestimentas. «¡Dame todo lo que traes!». El hombre le entrega todo, incluyendo la ropa y se queda en cueros. Ya se iba Robin Hood, cuando se echa a llorar y gime diciendo: «¡Oh, ahora soy pobre!» Se regresa el famoso arquero y le devuelve todo diciendo: «¡Soy Robin Hood, le quito a los ricos para darle a los pobres! Tome, buen hombre,usted es pobre, vaya con Dios!» El mercader, al ver tanta generosidad y viendo reintegrado su tesoro, empieza a gritar de alegría: «¡Soy rico de nuevo!» Se voltea otra vez Robin Hood, empuñando su arco con torva faz: «¡Alto! Soy Robin Hood, quito a los ricos para dar a los pobres»…​

O cuando Chucho el Roto hacía lo mismo en las campiñas mexicanas, hasta que finalmente fue aprehendido por los soldados y enviado a San Juan de Ulúa, donde se pudrió.​

Ya lo decía el samurai Kagasagua: «Nikito nipongo».​

Quédense con el refrán estilo Pegaso: «Es idéntica felina doméstica, solamente trastocada». (Es la misma gata, no’más que revolcada).

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